Las investigaciones muestran que cuando los niños crecen en entornos llenos de estrés (como abuso, negligencia o conflictos familiares constantes) los efectos pueden durar toda la vida. Las personas que han vivido cuatro o más de estas Experiencias Adversas en la Infancia (ACEs, por sus siglas en inglés) tienen una probabilidad mucho mayor de desarrollar problemas de salud graves más adelante. Estos incluyen enfermedades crónicas como diabetes, enfermedades cardíacas y cáncer, así como trastornos de salud mental como depresión, ansiedad y estrés postraumático. El impacto suele comenzar en la infancia y acumularse con el tiempo.
Cuando un niño vive en un estado constante de miedo o estrés, su cuerpo permanece en modo de alerta. Este modo de supervivencia es útil en situaciones peligrosas, pero si se vuelve la norma, comienza a interferir con el desarrollo saludable. Las regiones del cerebro que apoyan la memoria, la regulación emocional y la toma de decisiones pueden no desarrollarse plenamente. Las hormonas como el cortisol (que responden al estrés) pueden mantenerse elevadas, alterando el sueño y los niveles de energía diaria. El sistema inmunológico también puede desregularse, dificultando que el cuerpo se mantenga sano o responda a infecciones e inflamación.
Los científicos también han descubierto que el estrés infantil puede afectar el funcionamiento de los genes. Aunque el ADN en sí no cambia, el estrés puede influir en qué genes se activan o se desactivan. A esto se le llama epigenética. Por ejemplo, los bebés nacidos de madres que experimentaron altos niveles de estrés durante el embarazo pueden mostrar reacciones más intensas al estrés desde el nacimiento. En adultos que sufrieron abuso en la infancia, los investigadores han observado cambios en la expresión de cientos de genes relacionados con el estrés y la salud. Estos patrones pueden durar años, e incluso transmitirse a generaciones futuras.
A pesar de todo esto, el impacto de las ACEs no es irreversible. Muchas personas que enfrentaron adversidad en la infancia logran sanar y construir vidas sanas y con sentido. Lo que marca una gran diferencia es la presencia de resiliencia. Esta puede surgir del apoyo de personas cercanas, de sentirse seguro, de aprender a manejar el estrés y de acceder a entornos que ofrecen cuidado y estabilidad. Actividades como la atención plena (mindfulness), el movimiento físico regular, la expresión creativa y la conexión con otros ayudan al cuerpo y al cerebro a recuperarse.
Entender cómo la adversidad moldea el cuerpo y la mente puede ser el primer paso hacia la sanación. Para quienes han vivido ACEs, este conocimiento no se trata de culpas, sino de comprender su propia historia y encontrar formas de cuidarse en el presente y el futuro. La recuperación no siempre es rápida ni fácil, pero sí es posible, y se fortalece cuando se hace dentro de comunidades seguras, compasivas e inclusivas.
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Boullier, M., & Blair, M. (2018). Adverse childhood experiences. Paediatrics and Child Health, 28(3), 132-137.